viernes, 23 de enero de 2015

MUNDOS CONVERGENTES - Otoño Invierno 2015


En HG creemos que la moda no es una frivolidad, porque nos permite entramar una verdadera relación con nuestro cuerpo, a través de las prendas.
La ropa, además de ser algo dado a ver, porta un valor simbólico. Entendemos la moda como un modo de expresión, a partir del que podemos contar una historia.
Entendemos que la moda reafirma y expresa nuestra identidad, por eso tiene que ser práctica, cómoda y versátil.
El arte es nuestra fuente de inspiración. Por eso intentamos establecer en todas nuestras colecciones un diálogo con otras fuentes de la cultura contemporánea: la plástica, la literatura, la música, el cine, etc.

A partir de estas premisas nace la idea de nuestra nueva Coleccion otoño invierno 2015:
MUNDOS CONVERGENTES.

El desafío de esta coleccion es establecer un diálogo interdisciplinario con diferentes actores de la cultura, formando una ecuacion inedita y riquisima: 



LITERATURA + ILUSTRACION + MODA

La idea fue generar encuentros entre los deseos de cada una de las partes, una ACCION CREATIVA COLECTIVA, un intercambio y una reflexión que funcione como un puente entre la palabra escrita y la moda, a través del lenguaje plástico.
Porque creemos que así se entreteje la sociedad, potenciando la identidad cultural.

Compartimos con vos esta maravillosa experiencia y esperamos puedas disfrutarla tanto como lo hicimos todas nosotras juntas y cada una en particular.




JOLEH
_Helga Fernández
:: Ilustrado por Mey Clerici


Antes de acompañar a mi mamá a hacer las compras, abrí el placard y descolgué de la percha, con cabeza de
osito, el vestido nuevo. Estaba cansada de esperar la ocasión para estrenarlo, por lo que pensé: – ¡Es hoy! 


El día que mi abuela me lo confeccionó, me había subido a una mesa de madera para contornearme la silueta con alfileres de puntas multicolores. La misma mesa que, en las reuniones familiares, se convertía en el tablao donde taconeábamos y hacíamos sonar las castañuelas. Yo ya había visto esa tela, antes de reencontrarla
en la vidriera de la sedería, apoyada en las curvas de una bailaora de flamenco. Pero, cuando me lo puse, en mi no lucía igual de insinuante que en ella. Solucioné el problema ajustándome un cinturón dorado, a la altura en la que después cabría la cintura, hasta un poco antes de no poder respirar. A fuerza de voluntad e ingenio, logré que esa porción de mi carne se plegara hacia adentro aparentando ser todo lo finita que en verdad no era. 

Salí a la calle con la avidez de quien toma el escenario el día del estreno. No llevaba el mantón bordado, pero
me acompañaba una cartera, todavía más chiquita que yo, que abría y cerraba con un repertorio ensayado de llamativos gestos. Buscaba, en el espejo de adentro, la belleza que anhelaba reflejar. 

Dos cuadras después, me seguía un nene en bicicleta. Mientras mi mamá compraba en la vinería y yo esperaba en la puerta, él me dedicó, lo que un tiempo más tarde, reconocí como el primer piropo que un hombre me dijera. Tuve vergüenza, no la de siempre, otra que no me supe explicar.
 
Volví a mi casa con la sensación de que el vestido rojo a lunares blancos había causado efecto y con la convicción de que la seducción pende de una apropiada puesta en escena. 

Tenía 9 años. No jugaba, practicaba un oficio. 


DEL OTRO LADO DE FERNANDEZ
_Analía Medina
:: Ilustrado por Marina Haller


Tenía tres años, era sábado y me había quedado en casa de mis abuelos: un chalet enorme en Fernández al 400, una calle tranquila con árboles y veredas anchas en Floresta. Al lado vivía una familia con varios hijos y yo solía jugar con Aníbal, el menor de todos. Él era más grande, tenía una gomera, sabía andar en bici sin rueditas y cazar insectos. Me limitaba a envidiar su sabiduría. Era el cumpleaños de Aníbal y me habían invitado. Mi abuela me hacía un vestido para cada fiesta, en esta ocasión estrené uno celeste de corte princesa.

Cerca de las cinco mi abuela me llevó, la invitaron a quedarse pero explicó que tenía gente a cenar y debía preparar la comida y que me dejó. Me aburrí, mucho. En el comedor estaba la familia y cuando las tías se cansaron de pellizcarme los cachetes luego del “esta es la nieta de Beatriz, mirá que grande que está”, ya no me prestaban atención. En el patio había muchos chicos que jugaban a ponerle la cola al burro y al huevo podrido, pero eran compañeros de escuela de Aníbal, no me conocían y eran más grandes. Por fin, después de mucha Fanta y de no agarrar nada de la piñata, llegó el momento de la torta. Un ratito más y me iba.

Aníbal sopló las velitas y su mamá me dio un pedazo de torta. Lo mordí, una parte quedó en mi boca y otra, más grande, se me fue adentro del vestido. Cuando metí la mano para sacarlo, un par de los chicos me vieron y se rieron. Antes de que se corriera el chisme fui al comedor y me senté al lado de la puerta. Ya no intentaban pellizcarme y sentía en el pecho restos de torta que no había podido rescatar. Me fijé que nadie estuviera mirando, abrí la puerta y salí corriendo; crucé la reja de entrada y fui por más: crucé Fernández. Ya era de noche y miré la escena como si estuviera muy lejos: en la casa de Aníbal seguía la fiesta sin mí, en lo de Mariana las luces estaban apagadas; dos chicos, cerca de la esquina inflaban las ruedas de una bicicleta, y a la casa de mis abuelos llegaban las visitas; una pareja tocaba el timbre. Cuando se abrió la puerta crucé e hice mi aparición. Mi abuela se sorprendió pero no mucho y me dio un beso, debió creer que la mamá de Aníbal me había alcanzado. Le dijo a las visitas que yo era su nieta y me pellizcaron los cachetes.

Todavía recuerdo la adrenalina que sentí mirando desde la oscuridad, sin ser vista, lo que pasaba en toda una cuadra, aunque hoy también creo, que nunca crucé la calle. Solo me alejé un poco y era muy chiquita.



(SIN TÍTULO)
_ Luciana Ravazzani
:: Ilustrado por Bettina Melnizki

Fingir poseer un don especial
para comprender a tus mascotas
o ser razonable con la duración
de las camisas que ella te regaló.
Ser encantadora, mesurada,
reirme en los momentos adecuados,
llorar sólo por motivos ajenos.
Tener la cena preparada,
la cama tendida,
un perfume en spray para usar todos los días.


UNA COSA DE NO CREER
_Solana Landaburu
:: Ilustrado por Ana Sanfelippo

¿Estás tomando mate? ¿No te daba acidez? ¡Pero si el otro día me dijiste que no tomabas más por el tema del estómago! ¿Ya dos meses desde la última vez que hablamos? ¿Tanto? ¿Segura? Pero si yo te llamo. Cuando no te llamo es porque no tengo nada que decirte. Lo que no entiendo es cómo puede ser que en dos meses estés tomando mate de nuevo. Bueno, pero tampoco abuses. No te enojes, te lo digo por tu bien. Enseguida te ponés chinchuda. Nada. ¡Que no dije nada! ¿Además estás sorda? Te cuento la última de la tía que es una cosa de no
creer. ¿Sabés qué hace? Siempre se calla cuando hablamos del tiempo. La tía, ¿quién va a ser? Escuchá. A veces le digo: “Mirá qué lindo día. Hay sol”. Y ella nada. Como si le hubiera dejado de interesar. El clima. El clima le dejó de interesar. Cuarenta grados y ella con saquito al hombro. Yo no sé cómo no se ahoga. Cómo no le dan ganas de andar en musculosa o en solerito. No, no te digo que esté desnuda tampoco. Pero algo más liviano…
Un pantaloncito de lino, una pollera larga. Pero nada. Saquito al hombro. Como si hubiera desconectado con el tiempo, ¿me entendés? Como si ya no fuera ni primavera ni invierno. Una cosa rara. Y por ahí se pone el saquito y en los pies, sandalias. De no creer. A veces le digo que es un día hermoso. Y te juro que me parece que no me entiende. Todo lo otro, lo entiende. Escuchame bien porque es de no creer. Le digo: “Te traje un
poco de guisito que hice anoche”. Y me dice: “¡Qué rico!”. Hasta ahí, bárbaro. Como que hablamos de la misma cosa. Guiso y rico. Ahora, fijate lo que pasa. Le digo: “Se cae el cielo de lo que llueve”. O: “Hace un calor de morirse”. O: “Hay un sol que raja la tierra”. Y nada. No me dice nada. Como si le estuviera hablando de cosas que no existen. O que no entiende. Le digo: “¿Sabés quién se murió? Zulma”. Me dice: “Pobre”. Hasta ahí todo bien. Alguien se murió y ella dice “pobre”. Estaríamos hablando de lo mismo. No, no se murió Zulma. Es un ejemplo que te doy. Zulma está lo más bien, por suerte. No sé por qué puse el ejemplo de Zulma. Fue lo primero que se me ocurrió. No, en serio que no se murió Zulma, si está regia. La tenés que ver, toda bronceada, anda de acá para allá con el grupo de ella. Le mando. Sí, le mando. Ves que estás cada día más sorda. Nada. ¡Que no dije nada! Esperá que sigo. Olvidate de Zulma. ¡Te digo que no se murió! Con un grupo de señoras que van al cine, al teatro. Esas cosas. ¡Y qué sé yo de dónde las conoce! Sí, sufrió mucho Zulma, es cierto. Y bueno, ahora se da todos los gustos. ¿Qué querés que te diga? A mí me parece bárbaro. Claro que Zulma los ve a los nietos. Cada dos por tres los cuida. ¿Pero sabés qué? El sábado a la tipa no la encontrás en la casa. ¿Y te digo algo? Me parece regio. ¿Vos te pensás que es de esas viejas que toman el té con masas? No, Zulma capaz que vuelve a la casa a las doce de la noche o una. Teatro y cena después. Y su buena copita. En cambio a la tía no le interesa más el clima.


LA HOMBRE
_Leticia Martin
:: Ilustrado por Angela Corti


asumió
la objetivo
ocupó
la lugar
ganó
la terreno

decidió
la futuro
pensó
la trabajo
y armó
las hogares

enamoró
al mujer
resistió
los normas
y desarmó
las estereotipos

la hombre se cansó
de que la lenguaje no
le sea propio
y que le ande poniendo género a las cosas
sin preguntarle
cómo.



DOS FOTOS
_Natalia Gauna
:: Ilustrado por Luna Portnoi

Dos fotos. Una con sus hermanos, promedian los 80. Otra de sus padres, una pareja poco feliz. La madre está parada detrás de su esposo, le apoya una mano en un hombro y mira de perfil mientras él sonríe a cámara. Hay algo perverso en la imagen.
 
Un árbol de Navidad con pelotas descoloridas por el sol. Unas guirnaldas casi sin pelos y una estrella de purpurina dorada. Cuelga un papel de un ángel plateado. Se lee: “Feliz Navidad mis queridos… Tía Mirka. Diciembre, 2007”. Dos macetas con plantas artificiales. Unos platos cuelgan de una pared desteñida.
La escena es aún más deprimente.
 
Un armario. En el fondo, una caja guarda papeles, souvenirs y todo tipo de recuerdos. Una libreta de tapa negra con pintitas blancas se asoma entre el caos. Se lee. 

Su cuerpo no le pertenece. “Es prestado”, dice que es una bendición pero que duele, adentro, donde ya no se sabe muy bien qué hay. Supone que a todas les debe pasar. Cuenta que le pateó algo ¿El riñón? Quizás el hígado. Después de eso estuvo todo el día descompuesta. Pensó que quizás algo no estaba bien. “Una patada de su hijo le perforó un pulmón”, leyó ese día en un artículo de Reader’s Digest. “Cuando entre al quirófano
todo habrá pasado. Él estará ahí, yo también, los tres. ¿Me pondrán anestesia?”, se pregunta. Dice que le hubiera gustado que la operen antes pero de cualquier otra cosa. Siempre quiso tener lolas más grandes pero no se animó, confiesa, y duda si podría amamantar “con eso en su pecho”. “A él no le hubiera gustado pero no debió importarme. Después de todo, nada de mí le gusta”.
 
Lloré en el quirófano. Me dolía aunque ya estaba anestesiada. El cirujano plástico no entendía y pedía al anestesista que volviera a pincharme. Ya resignado, comenzó a abrir. Dije haber sentido absolutamente todo. El bisturí, la sangre corriendo por el pecho, unas manos que presionaban dos bolsas extrañas. Sentí estirarse la piel, ensancharse los pezones y el manoseo que acomodó mis tetas. También un hilo que primero pinchaba, después corría y por último, tensaba. “Es imposible”, rió el médico al escuchar mi historia. No me importó.
Después de todo, él era uno más de los tantos hombres que me habían penetrado aunque ésta vez de una manera especial. “¿Podré amamantar?”, pregunté para salir del paso. No me interesaba la respuesta y mientras él parloteaba me sentí, por primera vez, perfecta.
 
Dos sillas. Una sentada frente a la otra. Ella lee una novela policial de un autor desconocido. Cada tanto mira de reojo para observarme y le sonrío. Ella piensa en mi juventud y yo en su vejez. La escucho respirar fuerte ¿Se le estará acabando el aire? En tal caso, la caja de papeles, souvenirs y todo tipo de recuerdos me pertenece, y la libreta de tapa negra con pintitas blancas también.
 
Un reloj se detiene. ¿Marcará la hora? Me despido por las dudas aunque sin sentido. Ella continúa leyendo y cada tanto gime de dolor. La observo una vez más y le susurro que la quiero. Las lágrimas corren por mi pecho, me toco y lo seco. Todavía duele un poco. Ella vuelve a su libro y cierra los ojos. Nuestros cuerpos duelen y allí nos encontramos.


TERCA VOLUNTAD
_Ana Vicini
:: Ilustrado por Vero Gatti

Un swetercito, si. Eso, tal cual. Sos como un pulovercito que uno ve un día en la vidriera y se enamora. A mi me pasa. Poco, pero me pasa. Pero cuando sucede es imposible resistirme, te juro. No hay lógica que valga, no hay argumento. Lo ves, y lo necesitás. Te podés engañar un rato, pero ya no hay vuelta atrás. Podés seguir de largo, pero ya te hace falta. ¿Entendés?
 
Es eso. El tema es que volvés, te lo probás, y no te queda. Es el pulovercito para vos, pero no te queda. Y no es que no sea tu talle, es tu talle, pero hay algo que no anda. Capaz es eso del corte, no sé. Pero igual te lo llevás. Porque es tu pulovercito, porque es hermoso, porque es el que siempre quisiste, y porque sos terca. Y yo soy muy terca a veces, ¿sabés?
 
La cosa es que le ponés voluntad. Estás feliz con sólo tenerlo. Volvés chocha a tu casa y te lo probás una vez más. Sigue igual: te lo acomodas del cuello y te tira la manga, tironeás la manga y se te sube a la cintura, lo bajás y se te desacomoda la sisa.
 
Igual, lo guardás contenta. Como esperando un milagro, aunque no creas en nada. A la primera oportunidad, lo estrenás. Sabés que no va, pero intentás. Todo el día tironeando. Incómoda, pero chocha.
 
Vos sos más o menos como ese pulovercito.
 
Al tiempo, uno casi que ya sabe que no va. Cada vez lo usa menos, porque sabe que es al pedo. Lo guarda, lo saca, lo prueba de entrecasa, Te sigue encantando, lo seguís necesitando. Pero tira, molesta, hay algo que incomoda. Lo que no podés hacer es tirarlo. Te apena sólo pensarlo. Te desarma.
Cuando uno no puede deshacerse de las cosas, hay que dejar que se pierdan solas, Mudanzas o el
simple azar del movimiento hacen el trabajo que uno no puede. Un día lo cambias de estante, más tarde ya no está a la vista y un día sin darte cuenta lo perdiste. Funciona. Sólo una vez me falló, pero ese ya es otro duelo.



Veni a visitarnos, conoce esta experiencia y llevate el libro "Mundos Convergentes" de regalo.



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